El papel de los jueces en la vacunación contra la COVID-19

Ideas del Dr. Cierco acerca de la voluntariedad en la vacunación y la salvaguarda del mejor interés de las personas

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CÉSAR CIERCO SEIRA

         En la Estrategia de vacunación adoptada en España contra la covid-19 se ha optado de forma clara y resuelta por la voluntariedad, sobre la base de considerar que es la mejor manera de llegar a tasas elevadas capaces de crear ese escudo comunitario en forma de inmunidad de grupo y confiando a tal efecto en la inercia positiva de nuestro modelo ordinario de vacunación. Nos alineamos, por lo demás, con la que cabe considerar la posición común en el mundo.

         La administración de las vacunas contra la covid-19, todas ellas, queda supeditada a la aceptación libre e informada de cada persona. Se diría, así las cosas, que los Tribunales quedan al margen por completo del despliegue de la operación. La voluntariedad desactiva la injerencia en la libertad individual, por lo que no es preciso hacer balance con el interés general y transitar los espinosos derroteros que acostumbra a traer consigo el canon de la proporcionalidad.

         La noticia del primer caso en Sevilla de un familiar que rechaza la vacunación de una persona mayor residente en un geriátrico y aquejada de un trastorno mental sirve para recordarnos que, aun puntualmente y sin que ello afecte al signo general de la vacunación, restan situaciones que pueden acabar reclamando la intervención de un órgano judicial en aplicación de la Ley de la autonomía del paciente que exige a los representantes legales que ejerzan su representación <atendiendo siempre al mayor beneficio para la vida o salud del paciente>.

         Destacamos con razón en estos tiempos la dimensión colectiva y solidaria de la vacunación, significando y poniendo en valor la inmunidad de grupo para bloquear la propagación epidémica. No se pone tanto énfasis, sin embargo, en la riqueza individual de la vacuna, en su capacidad de prevenir la enfermedad, aunque a ella se acuda solo egoístamente, pensando en uno mismo. Este valor individual adquiere una significación remarcable allí donde la persona carece de la capacidad suficiente para decidir por sí sola si ha de vacunarse. Ocurre a diario con los recién nacidos y los menores de edad, donde son los padres quienes toman la decisión. Sabemos por ello que aun de manera rara pueden producirse desacuerdos –no necesariamente producto de una crisis de pareja- y contamos en este sentido con un puñado de pronunciamientos en los que los órganos judiciales han debido terciar haciendo primar el interés superior del menor y dando, a su virtud, la razón al padre favorable a vacunar por entender que, en términos de salud individual, las ventajas de la vacunación superan con creces a los eventuales riesgos o desventajas. Resoluciones que contribuyen, así sea de una forma discreta, a afianzar nuestra política de vacunación infantil.

          Conviene tener a la mano este bagaje pues es visto que la vacunación contra la covid-19 puede hacer que se planteen situaciones similares esta vez a propósito de personas que de forma temporal o permanente estén privadas de su capacidad de decisión por motivo de una enfermedad mental o una discapacidad intelectual. Si se considera que la no vacunación de estas personas supone un riesgo para su salud y que, en consecuencia, la negativa de los familiares o representantes legales es contraria al interés de la persona, deberán ser los jueces quienes despejen la incógnita. Y habrán de hacerlo no ya a la luz de lo que más favorece a la colectividad, a la población en general, sino de lo que, en rigor, ha de hacer más bien a la salud de la persona en concreto. Una encrucijada a la que tocará responder, sí o sí, sin que la legislación facilite las cosas. Carecemos de una ley de vacunación como tal y el hecho de la vacunación se regula de una manera fragmentada, sin contemplar que, aunque no sea obligatoria, pueden darse disyuntivas como éstas, donde la Justicia acabe siendo convocada in extremis.  

          Tengo para mí que suele cargarse en exceso las tintas contra el oficio judicial sin conceder el peso que se debiera a la precariedad del marco legal con el que toca operar. Al final, acaso sea la proscripción del non liquet la que conceda comodidad a la mirada desde fuera: el juez no puede dejar de resolver aunque haya oscuridad o imprecisión en la ley. ¡Qué se apañe!, por decirlo suavemente. Con todo, no debiera interesarnos tanto salir indemnes en el reparto social de culpas que parece ser el plato estrella de la pandemia como poner a disposición de los profesionales y actores que han de bregar con las dificultades y dilemas las mejores herramientas en una batalla que, no debiéramos olvidarlo, a todos concierne.

 

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